30 de julio de 2016

Es un secreto, Atlas

Me siento un poco como esa espuma que sobra de la cerveza, la que se queda en la parte escondida de la barra tras haber sido sacudida de las manos del camarero. Me siento rara, sin saber qué hacer, como el meñique que siempre se tropieza con cada mueble del viejo salón y no tiene otra función que doler. Y aunque duela, no tiene importancia. Nadie se la da.

La mitología dice que hubo un titán cuyo castigo no fue estar encerrado en las profundidades del Tártaro, sino sostener el peso del mundo en sus hombros, manteniendo la tierra separada del cielo. Supongo que entonces todos llevamos un poco de leyenda corriendo por cada vena y músculo que tenemos y movemos. De alguna forma tenemos que saltar el escalón del final de la escalera. De alguna forma tenemos que tropezarnos.

Un poco como Atlas.

Y cada letra tengo que mirarla con lupa, porque mis dedos se queman al intentar deletrear una palabra que no sea miedo, y mis manos se convierten en los ojos que necesitan gafas para ver y resulta que alguien las ha hecho trizas.
Y soy yo quien las pisa, porque a través del cristal roto no solo me mancho las manos de sangre, sino el papel que de otra forma no desaparece.

Quiero que el ritmo acelere, que los tambores hagan más ruido que esa semana en la que los fuegos artificiales explotaban y lo único que pude ver fueron los palos de madera que aterrizaron en el balcón. Aunque esté sonando Eye of the tiger, quiero más ruido. Quiero encender la radio y apretar todos los botones del ascensor y tirar de la alarma de incendios en medio de una película y correr y correr e ir tan rápido que no sepa distinguir entre correr y huir.

Y todo el mundo pregunta por qué y yo respondo no lo sé, cuando lo único que quiero es darles la respuesta que normalmente practicas en frente del espejo. En voz alta. A solas.

Me siento un poco perdida y los pocos secretos que me hacen dudar y temblar y agachar la mirada no ayudan a que las farolas iluminen la calle.
Y no lo entiendo, porque los últimos días se están haciendo cuesta arriba y se supone que en la cima todo es aire fresco y puedo agarrar los manillares de la bicicleta y dejarme llevar, sin embargo, los pedales no funcionan y no sé cómo frenar, cómo parar y, me caigo, sin sentido. Y lo único a lo que tengo miedo es a que alguien me esté mirando, no a la caída.

Estoy cayendo en viejos hábitos. Tú. Y encontrando otros nuevos. Tú. Y estacándome en el medio de algunos. Tú. Y por una vez que soy sincera, seguramente alguno de esos hábitos acabe leyendo esto. Estoy intentando mirar si el vaso está medio lleno o medio vacío, pero no lo veo y acabo resbalándome con el agua que está derramada por el suelo. Me siento rara y sigo sin saber qué hacer y todo acaba siendo un golpe en el pecho.

Pobre Atlas, acabó teniendo el castigo más humano de todos.




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